segunda-feira, 9 de julho de 2018

Alberto Manguel é um patrão



Hace ya varias décadas, por razones que hoy he olvidado, me encontré durante unos pocos días en la región de Tassili, en el desierto argelino, cerca del oasis de Djanet. Había ido, creo, a conocer unas cuevas que famosamente están decoradas con pinturas e incisiones de animales y seres humanos -jirafas, bisontes, cocodrilos, rinocerontes, algún antílope agonizante,

Acertadamente o no, algo rescatamos, algo reconstruimos a partir de estas limosnas iconográficas que las cuevas del Tassili nos conceden. A partir del impulso narrativo que define a nuestra especie, a partir del esfuerzo de entendimiento que nuestra imaginación realiza para dar sentido al mundo, una cierta verdad que no es del todo falsa surge de nuestra lectura de un código de signos cuya gramática hemos olvidado. La escritura simbólica es una invención mucho más reciente. A mediados de los años sesenta, fueron descubiertas en Grecia y también en Rumanía ciertas tumbas en las cuales se hallaron, entre fragmentos de alfarería, unas pocas medallas o amuletos con inscripciones que aún no han sido descifradas. Son objetos pequeños con signos como nuestra D mayúscula, rayas cruzadas de líneas diagonales, cruces que quizás (no lo sabemos) signifiquen algo. Si fuera así, estos amuletos que datan del sexto milenio a.C. serían los primeros ejemplos que tenemos de un lenguaje escrito, no de un sistema sintáctico integral sino de unos pocos signos aislados, una suerte de intuición del acto mágico aún por venir.


... serán mis lágrimas lengua, y voces los ojos míos
Lope de Vega, La pastoral de Jacinto
La elaboración de un sistema coherente e integral de escritura ocurre dos milenios después, en algún lugar de Mesopotamia. En el cuarto milenio a.C., un comerciante inspirado buscó una manera de documentar una transacción comercial. Dos tabletas de arcilla preservadas hasta hace unos años en el Museo Arqueológico de Bagdad, cada una no mayor que la palma de la mano de un niño, llevan inscriptas el rudimentario dibujo de un animal -una oveja o una cabra- y un hoyuelo hecho con el dedo índice, que, según esos mismos historiadores, representa el número diez. Así, el antiguo comerciante se aseguraba que cualquier persona, en cualquier lugar cercano o distante, en cualquier momento presente o futuro, que conociera el significado de estos signos, habría de saber que diez ovejas (o cabras) fueron vendidas (o compradas). La importancia de este gesto es incalculable. Con estos pocos y discretos trazos, aquel anónimo genio eliminó de golpe los dos más grandes obstáculos a los cuales todo ser humano se enfrenta, el tiempo y el espacio, y nos legó a nosotros, sus afortunados descendientes, una extensión casi ilimitada del poder de la memoria. La invención de la escritura nos concedió una suerte de modesta inmortalidad. Eso sentí yo allá lejos y hace tiempo, la tarde, por ejemplo, en que, acompañando al joven Axel de Hamburgo, descendí por el volcán Sneffells al centro de la Tierra, siguiendo las huellas de Arne Saknussemm. Yo estaba allí, con esos intrépidos aventureros, allí en uno de los confines del mundo, allí en un siglo que no era el mío. Con el libro de Verne en la mano, yo me despojaba de mi identidad convencional, del nombre que mis padres me habían dado, de mi edad y nacionalidad declaradas en mi partida de nacimiento, de todo límite salvo aquel que mis temores imponían a mi incipiente curiosidad. Entonces supe, intuitivamente, que aquello que me alentaba no era una necesidad como respirar o beber agua, sino algo que yo no supe entonces nombrar y que ahora sé era deseo: el deseo de eso que aún no había ocurrido, que yacía más allá del horizonte y que se convertiría con el correr de los años en costumbre esencial. La lectura me ofrecía, y me ofrece aún, como espectador privilegiado, el reino de este mundo y de todo otro mundo imaginable, de manera más íntima y convincente que la realidad misma. Cuando muchos años después viajé a Islandia y me encontré a los pies del Sneffells, a pesar de la majestuosa belleza tangible del volcán, me sentí algo desilusionado.




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